Razón, Derecho y Poder
Una cosa es tener la razón sobre una decisión y otra es tener el derecho a tomarla. Una cosa es tener el derecho a tomar una decisión y otra que la podamos tomar sin un razonamiento riguroso. Una cosa es tomar una decisión razonada y razonable y otra es tener el poder para hacerla realidad. El buen gobierno consiste en tomar decisiones legítimas y razonadas y llevarlas a la práctica liderando a quienes las deben ejecutar.
Cuentan que como todos los fines de año la Razón, el Derecho y el Poder se juntaron para discutir dónde celebrarían su cena de Navidad. Ese año, el Derecho reclamó su derecho a decidir el lugar. La Razón le dio la razón porque a él le tocaba su turno de decidir, pero le pidió que no eligiera como otras veces el oscuro y austero bar del Supremo Tribunal. Le dio 27 razones de por qué elegir un sitio más razonable. Por supuesto, el Derecho tradujo inmediatamente en su mente “oscuro y austero” por “vulgar y barato” y se sintió ofendido porque tenía cierta fama de tacaño.
Al Poder le daba igual el sitio y no prestó demasiada atención a la discusión. Él siempre tenía poder adquisitivo así que le daba igual, pero reconocía que el Derecho era demasiado “austero” y sin poder evitarlo le empezó a convencer, sugestionar y persuadir de que ese año fueran a un buen restaurante.
El Derecho, ante la insistencia de su audiencia empezó a ceder. No quería parecer fuera de orden y sin vigencia.
La Razón razonó porqué deberían ir a su restaurante favorito: La Lógica. El Derecho, resentido como estaba con ella por su comentario sobre su excesiva austeridad, se negó tajantemente, rechazó la petición y la declaró improcedente. Y concluyó la discusión decretando que irían a cualquier sitio menos a La Lógica. La Razón estaba furiosa, pero sin perder la razón comentó que cómo era posible que alguien tan recto como el Derecho no le hiciera caso a ella que sabía tanto de todo. “Las decisiones importantes se deberían dejar siempre a los más capacitados” susurró entre dientes con la clara intención de que sus compañeros la oyeran perfectamente. Con idéntico volumen de voz e intención, el Derecho susurró: “pues te aguantas, porque puede que tengas la razón, pero no tienes el derecho a decidirlo”.
Una vez que el Derecho había dejado claros los considerandos de su negativa y, de paso, había establecido su soberanía sobre la decisión quiso dar un golpe de efecto y demostrar de una vez por todas que no era tacaño. Así que dijo que, ese año y sin que sirviera de precedente, irían al mejor y más caro restaurante de la ciudad: al del Club de los Vicios y las Virtudes.
La reacción de los otros dos personajes fue inmediata. La Razón arqueó incrédula sus cejas hasta la coronilla ante el dispendio decidido. Pero el Poder comenzó a reír a carcajadas.
- “Y tú de qué te ríes” le espetó el Derecho.
- “Pues de que no tienes el poder de ir al Club de los Vicios y las Virtudes” le respondió el Poder.
- “No me importa lo que cueste. ¡Iremos ahí porque así lo he decidido yo! Eso sí, cada uno pagará su cuenta porque eso es lo justo” y ufano creyó haber concluido con éxito sus alegatos.
- “No puedes entrar al Club” insistió el Poder aun con una sonrisa socarrona.
- “¿Cómo que no? ¡¡Estoy en mi derecho de decidir donde iremos a cenar!!” replicó perdiendo ya los nervios.
- “Tienes todo el derecho del mundo a decidir donde iremos a cenar, pero no tienes el poder de entrar a ese club porque no eres socio. Por eso no puedes”.
El pobre Derecho ya hacía tiempo que se había arrepentido de haber reclamado su derecho a decidir. En realidad, a él lo que le gustaba era juzgar las decisiones ajenas. Y la réplica del Poder terminó de hundirlo haciéndole chocar contra la realidad. No era socio del club. Tenía el derecho a decidir por sus amigos, pero no el poder de entrar en el restaurante que había decidido.
Por supuesto, el Poder era socio fundador del Club de los Vicios y las Virtudes y sólo estaba haciendo sufrir a sus dos amigos para hacerles sentir su poder así que cuando llegó el día y la hora de la cena el Club les abrió sus puertas con toda la ceremonia que merecían tan ilustres personajes.
Al inicio de la cena los tres comensales brindaron por su larga asociación y los éxitos que su alianza les había traído a todos.
La Razón recordó la frustración que, antes de conocer al Derecho, le producía que no se decidiera lo que ella proponía por muy sólidos y razonados que fueran sus argumentos. Pero, por fin, había comprendido la diferencia entre tener la razón sobre algo y tener el derecho a decidir sobre eso. A ella no le correspondía el derecho a decidir por mucha razón que tuviera o que creyera tener. Las decisiones sólo le correspondían a quienes tenían al legítimo derecho a decidir sobre la materia en cuestión. Y ella necesitaba que siempre hubiera una decisión. Sin decisiones, sus profundos análisis y sus medidos argumentos nunca llegaban a una conclusión y se veía condenada a plantear tesis y antítesis eternamente.
Por su parte, el Derecho reconoció que sin la rigurosidad intelectual de la Razón sus decisiones podían ser precipitadas y sin fundamento. Y que, antes de su alianza, a menudo perdía de vista las razones de fondo y no evidentes de las decisiones que le correspondía tomar. La experiencia le había demostrado que las decisiones tomadas por puro instinto y con el hígado le hacían perder legitimidad por mucho que tuviera todo el derecho a tomarlas. Pero, sobre todo, agradecía contar con la ayuda del Poder. Era cierto que cuando se lo presentaron le pareció altanero y distante pero antes de conocerlo no comprendía porque sus decisiones, especialmente cuando venían justificadas por la Razón, no se convertían en realidad. El Poder le había enseñado que no bastaba con tomar decisiones legítimas, sino que había que tener el poder de implantarlas. Había comprendido que necesitaba al Poder para motivar, obligar o persuadir a otros para que ejecutaran las decisiones que él tomaba.
Después de un largo silencio, el Poder confesó a sus compañeros que uno de sus grandes miedos era convertirse en un déspota que ejecutaba acciones sin el permiso de quienes tenían el derecho de tomarlas. Sabía en el fondo de su ser, que incluso cuando la Razón estaba de su lado imponer su poder no era correcto porque, simplemente, usurpaba el derecho de los otros a equivocarse. Y si ni siquiera contaba con la Razón, la locura se apoderaba de él. El Poder les explicó lo débil que era él sin ellos. Antes de conocerlos, sólo contaba con la Violencia para seguir existiendo. Y siempre debía cuidarse de la Violencia que envidiaba al Poder y lo amenazaba constantemente.
Al final de la cena, tal vez influidos por el ambiente del Club de los Vicios y las Virtudes, la plática fue derivando hacía lo que aún les hacía falta. ¿Sería que necesitaban un nuevo miembro en el grupo? La Razón propuso incorporar a su alianza a la Bondad.
Ella creía que la Bondad le podía ayudar a ser más humilde y escuchar más a quienes no tenían razones pero sufrían las consecuencias de las decisiones. El Derecho tenía la esperanza de que la Bondad le ayudara a escuchar a los que no tenían derecho, pero merecían justicia. Y el Poder rogó que la Bondad pudiera ayudarle a respetar a aquellos que tenían derechos y a aquellos que tenían razones.